La política exterior del gobierno de Evo Morales reconoce dos fuentes ideológicas diferentes. La primera es la vertiente indigenista, construida en torno a los sindicatos cocaleros y los movimientos sociales del altiplano, inspirados por un grupo de intelectuales aymaras, que enarbolan las banderas legítimas de la lucha contra la exclusión, la desigualdad y la pobreza, las tareas pendientes de la democracia boliviana. En es torno a este eje que se fabricó la imagen externa del nuevo gobierno, en un guión en el que se presentaba al Presidente como indígena (no como dirigente sindical cocalero), que llegaba al poder en los hombros y con los votos de su pueblo, en un momento de reivindicación histórica, que ponía término a la explotación y marginación étnica de quinientos años, tesis que, por cierto, pasaba por alto el significado histórico de la Revolución Nacional. El cliché simple de un Presidente indio para un país indio, fue bien recibido en la comunidad internacional. No importaba lo que hiciera, bastaba con hubiera llegado, ésa parecía ser la conclusión de los observadores internacionales. Con esa lógica se lanzó la candidatura del Presidente boliviano al Premio Nóbel, en la estela de Rigoberta Menchú y en procura de convertir a Morales en un Mandela andino...