En América Latina, desde mediados del siglo XIX, haciendas, plantaciones y latifundios cristalizaron nuevas formas de concentración de poder y de explotación agropecuaria. Desde los pisos altos de la Cordillera Andina a las regiones tropicales costeñas, «señores de vida y hacienda» acapararon territorios y sus poblaciones campesinas. Las demandas de los mercados internacionales entrañarían el principio de una división global de la producción agraria; extensas tierras llamadas «baldías» serían colonizadas y monocultivadas con cacao, banano, café, caña de azúcar... Pronto los caminos de hierro abiertos por el ferrocarril y las entradas portuarias modificaron buena parte de los territorios de las repúblicas latinoamericanas. Mediado el siglo XX América Latina se transformaba aceleradamente, al tiempo que crecían las rutilantes luces de sus ciudades en expansión, sus mundos rurales eran acosados y seducidos por la inevitable modernización iniciada con las reformas agrarias, tan tímidas como apremiantes en unas tierras por demasiado tiempo concentradas. En este convulso escenario el campesinado se debatía en pos de su supervivencia adquiriendo tierras, formando cooperativas, trabajando como asalariado a la sombra de patrimonios agrarios, migrando hacia las urbes o quedando despojado de su pequeño y pulverizado terruño. Las trayectorias históricas de un colectivo de campesinos de Ecuador, mancomunados desde los años setenta pero con raíces en procesos de colonización en la región de la Costa impelidos por la expansión del cultivo de banano a finales de la década de 1940, dibujan un mapa del mundo rural tan complejo como convulso. Agricultores cooperativistas que tras varias décadas abonadas por múltiples dificultades, fueron readecuando su posicionamiento productivo hacia la agroecología al inicio de la década de 1990. En el umbral del siglo XXI estos pequeños agricultores se hallan atrapados en la economía transnacional, en un tablero de juego colmado de incertidumbres, pero también de proyectos de vida.