Los conflictos ambientales son elementos constitutivos de la vida social, en los cuales se observan interacciones entre la sociedad civil, integrada por comunidades y organizaciones sociales o no gubernamentales, y el sistema institucional, integrado por el Estado y los actores del mercado. En este sentido, son elementos que forman parte de un proceso normal de construcción de democracia. En los casos de Venezuela, Bolivia y el Ecuador, los poderes ejecutivo y legislativo son bastante unificados, por no decir hegemónicos. Por otro lado, los gobiernos mantienen vínculos y alianzas históricas con los actores económicos, las empresas transnacionales, las empresas nacionales o estatales, especialmente en conflictos relacionados con recursos estratégicos como el petróleo o gas natural. Ahora bien, si asumimos esta premisa - los conflictos son constitutivos de la vida social en un país democrático - cabe preguntarnos: ¿Qué pasa cuando estas interacciones dejan de ser conflictivas? Una hipótesis es que, dónde no hay conflicto es que todo está bien, entonces, si eso ocurre, podría significar que vivimos felices en el mejor de los mundos posibles. Sin embargo, el mundo en el cual vivimos, aunque fuera el mejor mundo posible, es también un mundo de controles y luchas por la captación del poder. Y los conflictos ambientales son precisamente un vector para captar y ejercer poder.